Este fin de semana he hecho un viaje relámpago a Barcelona. Tanto, que lo único que ha calado hondo en mis sentidos han sido las 16 horas de autobús.
De las primeras ocho horas apenas recuerdo nada porque iba llena de emoción, incertidumbre y sueños locos, lo normal.
A la vuelta, tranquila y satisfecha (efectivamente algunos de mis sueños se cumplieron ¡metí en mi camastro hinchable a ésta O.o!) pude disfrutar plenamente del no hacer nada sin remordimientos, con Shakira en un loop de ocho horas y bajo un liriquísimo manto estrellado. Y nada, que una cosa llevó a la otra y al final acabé comparando la vastedad del universo con lo angosto de mi plaza 41 (ventana), a la de delante con un koala histérico y ahí me paré porque cambiaron el disco por uno de villancicos de los triunfitos.
Al margen de ese detalle que solventé cambiando a radiofútbol todo fue estupendo de veras, así que si estáis ya abriendo los comments para llamarme roñosita y decirme que me calle si no tengo nada bonito que decir podéis cerrar la ventana o mandarme un beso porque lo digo de verdad: no sólo adoro viajar en autobús sino que estoy completamente convencida de que me hace mejor persona (nótese aquí que no he llamado cerda insensible a la de delante, ni zorra. Los koalas son simpáticos).
Barcelona también me ha gustado, es incluso mejor que el Alsa.
O a lo mejor no es el autobús sino Shakira.