Aviso al navegante: todo lo que sigue es feedback puro y duro que ando muy pajera, no hay más. Así que si quieres algo autoconclusivo vete aquí.
1980. Es otoño y tengo dos años. Estoy tumbada sobre la barriga de mi padre, que sube y baja mientras duerme la siesta. Es agradable aunque tengo que estar muy quieta para no despertarle. Con el vaivén y el sol que entra por la ventana se me van cerrando los ojos y me duermo.
Ahora es de noche y sueño que me despierto. Estoy helada. Tengo la manta enrollada a mis pies y cuando abro los ojos veo a mi tío F; tiene el brazo de plata y me está toqueteando mientras me mira con ojos vidriosos. Está frío. Tengo miedo y cierro los ojos muy fuerte. Busco otro sueño.
Más sueños. No me interesan. En todos hace frío.
1990. estoy leyendo El Señor de los Anillos tumbada en mi cama. Oh-oh! Mamaaaaaaá!! Hoy comemos fuera. La comida está amenizada con un discurso paterno sobre la naturaleza, las hormonas y mi recién adquirido estatus de mujer. Tengo ganas de vomitar. En la vida había sentido tanto asco.
Los siguientes cinco años me afianzan en el asco y en un acuciante miedo a las alturas. Conozco a J y todo mejora. Y luego se va a la mierda, más miedos. Pero al final ya aburren.
Y se me han llenado los pulmones de cieno guarro, yo no pretendía eso. Sólo era un “mira lo que tengo!”; que últimamente me estoy acordando mucho de Elektra Asesina y Audrey Rose, y me dejo llevar por el rollo talkshow y las frases cortitas que dan tanto aspecto de shock post traumático.