Aún a riesgo de repetirme diré que detesto conocer gente. En términos generales tiendo a consideraros (a vosotros, desconocidos) como un hatajo de tuercebotas o C-O-M-E-M-I-E-R-D-A-S indignos de ser descodificados. A veces acierto. Cuando no, me consuelo con aquello del “si no fuera por ti sería por otro” y persisto en mi actitud. Así no hay quien crezca como ser humano y pienso: “ey, ¿no sería fantástico que el bien siempre triunfase como en Pleasantville?, así todos lo haríamos siempre bien”.
De todas maneras el otro día estuve en el concierto de los PI-XI-ES, PI-XI-ES oeoeoeoeoeoeeeeeeeeee!!! y amé todos y cada uno de los pisotones, empujones, berridos en la oreja y botellazos en la cabeza que recibí de la chusma en la que estaba sumergida. Qué comunión con las multitudes, qué volúmenes, qué todo. Qué bonito es el amor cuando los emisores son una panda de chillones fanáticos y los receptores son Dios en formato McMenú. Aunque empiecen con where is my mind.