Mis abuelas se cortan el pelo y se lo tiñen en casa. Llevan abrigos de paño y telas negras enrolladas en la cintura y sujetas con un imperdible. En las fiestas de guardar se pintan los labios de rojo oscuro.
Y a mí las viejas que me gustan son las de párpados azules y colorete. Enjoyadas, empieladas, y con tirabuzones rubios de querubín, como la Señora Cucharita. Me gusta su aire indefenso y demente, y saber que aunque sean incapaces de salir de sus visones hacen placajes de nota en el metro.
Lo de la demencia es lo de menos. Mi abuela hasta el mismito año pasado tuvo alzheimer, y eso no me ha hecho quererla más. Lo que me gusta de ellas es que se las ve relajadas, con paz interior. Mirando al vacío porque nada las amenaza. Y balanceando las piernecitas en el asiento que siempre consiguen.
Y porque son las únicas que después de tres minutos mirando al vacío empiezan a juguetear con la dentadura postiza. Mis abuelas jamás se lo permitirían.